
EL tenía muchas marcas en el alma. Todas dolían. Ninguna cicatriz había cerrado.
No contaba en su calendario tantos años, pero sí, cuantiosas decepciones. Un pesado bagaje de puñaladas, traiciones y desengaños.
El amor, como un cruel leviatán, le había mostrado su peor cara.
La carne era corruptible. Los espíritus, débiles.
Ya no quedaban lágrimas por llorar ni mujeres por amar.
La tarde otoñal era un buen marco, y la madera áspera del banco de la plaza, el lugar ideal para sublimar sus horas de soledad.
Fue en alguno de aquellos atardeceres ocres cuando reparó en la escultura de piedra que se erguía en su basal de mármol, debajo de la glicina despojada por la brisa de marzo.
Era la figura de una mujer.
Su blancura lo subyugó. Su mirada serena le devolvió la paz. Su sonrisa, apenas trazada sobre el canto, lo embelesó.
De pronto, la solitaria estancia en aquella plaza se transformó en largas horas de absorta observación.
EL ya no se sentía sólo...
Acodado sobre su banco favorito, contemplando a la dama de piedra, su vida adquirió sentido milagrosamente.
Entendió que si existía alguien en el mundo que no podría herirlo jamás, era ELLA.
ELLA estaba ahí, cada vez que él acudía. Jamás rehuía su mirada. No lo abandonaría por otro hombre. Y nunca de su boca escaparía aquel letal disparo, tantas veces oído, diciendo: -¨No te amo¨.La contemplación se volvió adoración.
La adoración, obsesión.
Cuando el sol se replegaba y el frío forzaba a todos los seres vivos a abandonar la plaza, al fin, EL lograba la intimidad ansiada y se quedaba a solas con su musa.
Lo había intentado todo. Le habló de sus tristezas. Le recitó poemas de amor. Le confesó sus temores. La acarició mil y una noches. Rozó sus labios ateridos con los helados de ELLA. Sostuvo aquella mano pétrea entre las suyas, tibias y heridas…
Pero sus reincidentes intentos fracasaban.
ELLA nada respondía, nunca reaccionaba, y sin embargo… ¡cuán vital era para EL su compañía!
Nadie pudo contar las madrugadas en que el sueño lo sorprendió a los pies de su adorada, temblando de frío, mientras se decía a sí mismo: - ¨Ya no duermo sólo.¨
Pero el desaliento se apoderaba poco a poco del loco enamorado.
El tiempo transcurría… y su amada, inmutable sobre su basamento, erguida, serena y blanca, con aquella sonrisa inalterable, no daba muestras de valorar todo el cariño que EL le brindaba.
Al desaliento, sucedió la impaciencia, y a la impaciencia, la furia…
Fue en aquella noche helada de invierno, bajo un ojo silente de estrellas como único testigo, cuando EL, blandiendo un filoso buril y usando toda la fuerza de su dolor, destrozó el rostro y las manos de la dama de piedra, con movimientos brutales y consecuencias gravísimas para su propio rostro y para sus propias manos; haciendo caso omiso a las esquirlas que se incrustaban en su piel.
Quién destruye a quién ama, se destruye, irremediablemente…
Cuando al rayar el alba los oficiales observaron los daños sobre la escultura de la plaza y arrastraron el cuerpo agonizante bañado en sangre, se oía como único fondo el lúgubre gorjeo de los asustados pájaros y un hilo de voz de hombre diciendo sus últimas palabras :
- ¨De todas las mujeres que he amado, ELLA ha sido la única en quién logré dejar una marca…¨
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