Voy a escribir una historia
que alguno habrá de leer...
y es la que cuenta del caso
de Don Ignacio Soler,
que a los cuarenta y monedas
no miraba a otra mujer
que a Doña Luisa del Campo,
(diez años menor que él)
tan grácil como los juncos
que el viento suele mover
y hermosa como el chispazo
del sol al amanecer.
- ¨Un trigal de ojos azules¨
solía decir Soler…
Viuda joven y sin hijos
coleccionaba un tropel
de candidatos posibles
para su vida rehacer.
Pero no acertaba el hombre
que la fuera a complacer,
y así, guardaba esperanza,
enamorado, Soler.
Se hizo el vivo, se hizo el pavo,
y todo pa´hacerse ver,
pero Luisa no mordía
la carnada de Soler.
Entonces, no quedó otra
que hacerse el ciego y no ver
(para ver) si despertaba
de la dama el interés.
Agotados los recursos
y con nada por perder,
con bastón y lazarillo
se puso a andar Don Soler.
Fue una mañana de octubre
cuando en medio del vergel
Doña Luisa percatóse
de la desgracia de aquel
vecino ciego tan joven,
-¡Vaya destino más cruel!-
se dijo y muy conmovida
le ofreció ayuda y café.
El lazarillo, sospecho,
que sospechaba de él,
o nunca cayó en la cuenta
o era cómplice (no sé...).
Lo que importa es que una noche
trás tanta charla y café,
Don Ignacio y Doña Luisa
con mala o con buena fe,
empezaron a quererse,
y se casaron (después)
de desnudarse de amores
y de dolores, también.
Don Ignacio, cada día,
se quería deshacer
de aquella mentira grave
que le pesaba a granel.
Pero pensaba temblando
que a Luisa podía perder
si confesaba el pecado
que lo uniera a su mujer.
Entonces, se arrepentía,
y le rogaba a Yahvé,
a Buda, Alá y a Mefisto,
que le dictaran ¡qué hacer!
Entre besos, rezo y duda,
por Dios o por Lucifer,
ocurrió que una tormenta
violenta al atardecer
rompió el ventanal gigante
del salón de los Soler.
Y en el rostro de su esposa
fue la explosión a caer,
hundiéndose las esquirlas
como en el mar un bajel.
Se oyeron gritos, la sangre
le tiñó toda la piel
y Don Ignacio, llorando,
la vio desaparecer,
confuso y desesperado
por seguirla no poder,
entre alarmas y enfermeros
que la alejaban de él.
Volvió Luisa a los dos meses
(que equivalieron a cien)
a la casa de su esposo,
a quién vio reaparecer
entre las sombras del patio
con la tristeza en la sien.
- Nada pasó, no te azores,
- le susurró a Don Soler-
mi vida está a salvo ahora
y no hay más por qué temer,
he regresado a tus brazos,
de donde jamás me iré.
-¡Qué suerte!- pensó la dama-
que Ignacio no puede ver
las horribles cicatrices
que quedaron en mi piel,
y así, por siempre recuerde
mi rostro tal como fue.
Al ver la mirada en paz
de su adorada mujer
Don Ignacio supo al fin
lo que tenía que hacer.
Guiñó un ojo al lazarillo
y saboreando el café,
la apretó contra su pecho,
cerró los ojos con fe,
y en el silencio sublime
¡más que claro pudo ver!
como dulce y lentamente
un fulgor de oro y de miel
inundaba la sonrisa
del rostro de su mujer,
tan grácil como los juncos
que el viento suele mover
y hermosa como el chispazo
del sol al amanecer.
- ¡¨Un trigal de ojos azules¨!-
(solía decir Soler…)
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(Del Archivo de Las Últimas Palabras)
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